Hace ya muchos años, cuando por primera vez venimos al Norte
huyendo del calor de la meseta y
paseábamos por las calles de Santillana del Mar, recuerdo el impacto que nos
produjo esta localidad. Nunca habíamos visto un pueblo más auténtico y más
bonito. Mi mujer dijo que le gustaría vivir en un entorno así y a los pocos
años, cosas de la vida, efectivamente estábamos residiendo en el pueblo; nuestra
primera hija nació allí. Poco a poco fuimos conociendo con más
detalle la región y cuando fuimos por primera vez a Carmona, resurgió esa emoción
que sentimos al conocer Santillana, y esta vez con más conocimiento de causa:
no es lo mismo visitar una localidad que residir todo el año en ella. Santillana es uno de los pueblos más bonitos de España, pero ya ha perdido
buena parte de su autenticidad y es sobre todo un pueblo turístico, con sus
cosas buenas y malas. Carmona es diferente: no hay nada pensado para el
visitante. No hay tiendas de recuerdos, no hay casi establecimientos de
hostelería, no hay Oficina de Turismo, está a trasmano, te encuentras con más
gatos y perros que personas, no digo ya visitantes…
Las casas, su arquitectura, están diseñadas para servir no
solo para cobijarse, sino para poder sobrevivir en el entorno. Éste lo que
proporciona a los vecinos son pastizales donde se puede alimentar el
ganado, especialmente vacas tudancas. Por eso las cuadras, los pajares, están
integrados en la misma vivienda. Las balconadas sirven para secar los frutos de
la huerta: judías, mazorcas, calabazas… Un detalle que me llamó la atención la
primera vez fue la presencia de pocilgas aisladas, no adosadas o formando parte
de las casas; no obstante, están dentro del casco urbano.
Intento casi recordar las sensaciones de esas primeras
veces, porque luego en sucesivas visitas se han ido perdiendo y la
última vez encontré el pueblo demasiado apagado. No sé la razón; a lo mejor es
una impresión personal. Sin embargo, indudablemente hay cosas que ya faltan y
que no volverán. Hay dos, en concreto. La primera es la tienduca, bar sin
cafetera, tienda de comestibles, bodega, que había nada más entrar en el
pueblo. Recuerdo los cafés de puchero, las dos mesas de las que disponía el
establecimiento, la cara que ponía el tabernero cuando te despachaba en la que
se reflejaba el interrogante de qué se nos habría perdido en el pueblo para estar
allí. Y a la puerta estaba el taller improvisado de un buen señor que se
dedicaba a fabricar abarcas. Hoy, reminiscencia de todo eso, tan solo queda el pequeño
banco de artesano en el rincón donde trabajaba y un monumento que le recuerda.
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Casa donde estaba la taberna. |
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Banco donde trabajaba el mencionado albarquero |
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Monumento a los albarqueros |
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Palacio de los Mier. Siempre lo he conocido en obras. Se supone que iba a ese un hotel |
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Una de las antiguas pocilgas |
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No hubo dolor para agrandar el bocín para meter el heno. |
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La siesta no se perdona. |
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La competencia |
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Vista del pueblo desde la collada de Carmona |
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