viernes, 3 de enero de 2014

El queso de Cóbreces

Una de las estampas costumbristas que se puede ver en Santillana del Mar, cuando se cruza el pueblo en coche, es la fila de turistas que se dirigen al aparcamiento con numerosas bolsas de plástico cargadas con repostería y otros alimentos, como si acabaran de comprar en un supermercado. Se llevarán otras cosas de recuerdo, pero raro es el que no carga con alguna quesada, un paquete de sobaos, una caja de corbatas, por no hablar de orujos, quesos...

Y es que Cantabria está para comérsela con la vista y saborearla con la boca. La pena es que todo engorda.


El queso de Cóbreces, fabricado por los frailes cistercienses, tal vez no sea tan conocido como los productos anteriores, pero sí está presente en muchas tiendas y en casi todos los supermercados de la región. Es un queso muy cremoso cuando es tierno, pero si se comienza y se tarda en comer, endurecerá, lo cual no merma la calidad, y a los que nos gusta un poco más consistente nos resulta más queso, queso.
Las ruinas de esta pequeña iglesia, con su espadaña, a la que se puede subir por una escalera adosada a ella, recuerdan un escenario de gusto romántico.

El producto es originario de la localidad costera de Cóbreces, un bonito pueblo. La primera imagen de este la vemos antes de llegar, una vez pasado Toñanes. Desde el coche se divisa la iglesia de la abadía con sus dos torres y, como fondo, si el día está claro, Los Picos de Europa con su masa rocosa impresionante, o con las muchas cumbres cubiertas con una copiosa manta blanca de nieve.

El despacho de venta se encuentra a la izquierda, según vamos a Comillas, más o menos enfrente del quiosco de prensa que nos encontramos a la derecha, justo donde parte la carretera que nos dirige a la playa de Luaña. La tienda la regenta un sobrio monje que tan solo estará atento a las operaciones de venta de sus quesos; lacónico, como si estuviera concentrado en sus meditaciones religiosas, no mostrará un semblante abierto para conversar con el viajero. El despacho es frío, —frescura que se acrecienta si se observan los pies sin calcetines del monje durante todo el año—, grande y en sus dos únicas vitrinas aparecerán los pocos productos que venden: quesos, chocolates, alguna confitura..., todos ellos procedentes de distintos conventos trapenses.

El horario de venta es el normal de un comercio. Si está cerrado, podemos comprar el queso al mismo precio, unos nueve euros el kilo, en el quiosco que está enfrente.


La elaboración de los quesos la realizan los monjes con leche fresca y pasteurizada que compran; antes disponían de ganadería propia. Sus quesos son curados en la cripta acondicionada como bodega, que se encuentra debajo del altar de la iglesia.


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Sinopsis

El asesinato de un diputado en un museo de Madrid lleva a un inspector inexperto a Salamanca, circunscripción por la que es electo el difunto. Durante la estancia en la ciudad se adentrará en el mundo académico, político y social en busca de indicios que expliquen los motivos que han llevado al verdugo a cometer tal atrocidad. El proceso indagatorio conducirá al detective a plantearse alguno de los principios por los que ha de regirse en su oficio, después de entrevistarse con testigos poco habituales que no parecen entristecerse con la muerte del político y que no aportan datos significativos del caso.

El ambiente de la localidad universitaria de principios de los noventa del siglo pasado, extraño para el protagonista, más la resolución del caso, le dejarán la sensación de fracaso de su valía profesional y, sobre todo, del papel que le corresponde como agente al servicio de la justicia. 

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