lunes, 10 de noviembre de 2014

Frías (BURGOS), la jerarquía de la altura

A Frías se la descubre antes de llegar al peñasco gigantesco donde se ha levando el pueblo. Se la ve desde la lejanía en lo alto y se vislumbran los dos monumentos más señeros: su iglesia y, sobre todo, su castillo. Sin embargo, el viajero se verá irremisiblemente obligado a detener su avance para admirar el magnífico puente romano que sirve para cruzar el río Ebro. La dureza elemental y eterna de las piedras, que permite crear arcos y muros resistentes al tiempo y a la impetuosidad del agua, hace admirar al espectador esta obra tan sobria y elegante a la vez, al contemplar el viaducto y su recia torre, erigida en el medio, a modo de portazgo que  con el pago correspondiente los caminantes habían de cruzar. Bajemos a la rivera a observar desde distintos puntos la belleza de la construcción y el encanto del paraje, en el que el río juega un protagonismo clave si es verano y se busca el frescor. A la otra orilla encontraremos unas mesas que no permitirán comer si llevamos unos bocadillos. Desde el lugar se ve Frías, pero la presencia del puente romano eclipsa cualquier perspectiva que intentemos resaltar del pueblo.
Acerquémonos subiendo hasta las inmediaciones de la población. El torreón, dedo acusador de la inmensidad del cielo burgalés, penderá desde el primer momento sobre nosotros y sobre las casas y calles de la localidad. No nos podremos ocultar de su vigilancia; allí donde nos encontremos, cuando levantemos la vista, encontraremos su altiva presencia amedrentando nuestra insignificancia. Buscaremos la belleza con las fotografías conjugando en la imagen el detalle urbano con la fortificación de fondo, pero nos será casi imposible suprimir la autoridad desafiante de la construcción militar. Su equilibrio abismal, titubeante, completa en el caminante la sensación de riesgo y de temor por el peligro siempre acechador que se cierne sobre los vecinos, que, sin embargo, llevan su cotidianidad con la pereza y calma ancestral propia del lar. La serenidad del caminante no se recobrará inmediatamente una vez que nos alejemos de la fortaleza, porque las empedradas calles le dirigirán a contemplar otra de las maravillas: sus casas colgadas,  con cuatro alturas, siguen la línea vertical del peñasco levantisco. Impresiona la altura a la que se elevan y producen vértigo. La estrechez de la peña, obligaría a sus primitivos habitantes a aprovechar el pequeño espacio para que todos cupieran; por eso, esas viviendas con tantas plantas estrechas. Cuando subamos al torreón, en una pequeña sala, hay una exposición que explica al curioso las características de estas construcciones y el ingenio desplegado por sus moradores para adaptarse a la orografía del lugar.

Si en la punta sur encontramos el castillo, en el extremo norte nos encontraremos la iglesia y la plazoleta abierta a todos los aires. Si la fortaleza nos elevaba espiritualmente al cielo, la amplia terraza nos dirigirá a la frondosidad vital del valle, de la tierra, de la fertilidad, de la feracidad de la vega. La angustia sufrida se despejará pensando en la inmensidad de la vida. La serenidad regresará y, poco a poco, caminando por la altiplanicie nos conducirá ya sin temor a conocer las entrañas del baluarte militar y una vez dentro, se disiparán todas nuestras dudas y podremos saborear los pasos que demos por el patio de armas. Incluso, ese torreón hirsuto, cuando estemos a sus pies nos parecerá más humano y casi tierno porque nos invita a que le conozcamos. Entremos en él, subamos a lo más alto y quizá lleguemos a pensar y a ver, y a sentir la vida, la fuerza y belleza desde su perspectiva, porque la visión del valle es completa. Nos habremos congraciado con la existencia, comprenderemos la jerarquía de la altura.















2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola. De que día son las fotos?
Gracias.

Camberalmar dijo...

Más o menos de finales de agosto de este año.