Es uno de los pueblos marineros de la costa asturiana más próxima a la cántabra. Últimamente he oído nombrar este pueblo en varios reportajes de viajes; el último ha sido en El viajero, suplemento de El País, en el que se incluye a Lastres como uno de los doce pueblos más bonitos de España... Y no hace mucho, en El Diario Montañés, se animaba a los lectores a conocer este enclave marinero. He de reconocer que nuestra visita se debió a esta sugerencia.
No seré yo el que desautorice a esos reporteros. Lastres es un pueblo que merece la pena visitar, pero no conviene llegar condicionado por ninguna referencia. Hemos de descubrir el pueblo como si nadie nos lo hubiera recomendado. Es mucho mejor porque descubriremos el encanto del lugar, la magia, la luz, la paz, lo que sea que nos trasmita, y probablemente estas sensaciones serán más entrañables para el viajero que cualquier otro tipo de referencias que nos hagan del sitio las guías turísticas al uso.
A Lastres se le descubre cuando has llegado al fin del recorrido urbano, cuando se llega al puerto. Veremos antes de llegar a él, la mar, la pequeña playa a los pies del pueblo cuando la marea esté baja, mas el pueblo blanco colgado de las laderas, lo descubriremos cuando salgamos del coche y volvamos la vista atrás y veamos ese lienzo de casas escalonadas. Hemos ido buscando la mar, el puerto y nos sorprendemos con la estampa más bonita de la visita. Interesante es esta panorámica, sobre todo al atardecer, a contraluz, cuando la blancura de las fachadas ilumina las sombras de las colinas que arropan a un mar que en esa parte de la costa no parece tan inmenso ni amenazador. Esa imagen del pueblo desde el puerto puede ser un buen recuerdo. Tal vez nos nos convenga desear mucho más. Quizá nos imaginemos, cuando apresuradamente retrocedamos andando en busca de sus plazas, de sus calles, de su casas, de sus rincones, que nos queda lo mejor por descubrir. No. Vayamos con calma. Subamos, por ejemplo, por una estrecha escalera por la que antaño los marineros descendían ligeros a embarcar en pos de la ballena divisada en lontananza; nosotros veremos unas calles estrechas, cortas, empinadas, laberínticas, pero alegremente habitadas por unos vecinos que con sus ventanas abiertas enseñan sus salones, sus pasillos y con ellos su decoración doméstica, sus flores... Sabremos qué es lo que están aderezando para la comida y casi nos gustaría compartir con ellos sus viandas. Lo que no encontraremos serán los servicios imprescindibles para el asueto del viajero: ni bares ni tiendas. Si hemos llegado próximos a la hora de comer, habremos de bajar al puerto y buscar un restaurante; o si no, retroceder al inicio del pueblo, casi a las afueras. Si elegimos una buena ubicación en el comedor podremos contemplar la panorámica primera y última de nuestra estancia en Lastres mientras degustamos los frutos de la mar. ¡Buen apetito!
(Desde casa a Lastres hay más o menos 123 kilómetros y se tarda una hora y veinte minutos)